El Sacramento del Matrimonio
1. ¿Qué es el sacramento del Matrimonio?
La unión conyugal tiene su origen en Dios, quien al crear al hombre lo hizo una persona que necesita abrirse a los demás, con una necesidad de comunicarse y que necesita compañía. “No está bien que el hombre esté solo, hagámosle una compañera semejante a él.” (Gen. 2, 18). “Dios creó al hombre y a la mujer a imagen de Dios, hombre y mujer los creó, y los bendijo diciéndoles: procread, y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla”.(Gen. 1, 27- 28). Desde el principio de la creación, cuando Dios crea a la primera pareja, la unión entre ambos se convierte en una institución natural, con un vínculo permanente y unidad total (Mt. 19,6). Por lo que no puede ser cambiada en sus fines y en sus características, ya que de hacerlo se iría contra la propia naturaleza del hombre. El matrimonio no es, por tanto, efecto de la casualidad o consecuencia de instintos naturales inconscientes.
El matrimonio es una sabia institución del Creador para realizar su designio de amor en la humanidad. Por medio de él, los esposos se perfeccionan y crecen mutuamente y colaboran con Dios en la procreación de nuevas vidas.
El matrimonio para los bautizados es un sacramento que va unido al amor de Cristo su Iglesia, lo que lo rige es el modelo del amor que Jesucristo le tiene a su Iglesia (Cfr. Ef. 5, 25-32). Sólo hay verdadero matrimonio entre bautizados cuando se contrae el sacramento.
El matrimonio se define como la alianza por la cual, – el hombre y la mujer – se unen libremente para toda la vida con el fin de ayudarse mutuamente, procrear y educar a los hijos. Esta unión – basada en el amor – que implica un consentimiento interior y exterior, estando bendecida por Dios, al ser sacramental hace que el vínculo conyugal sea para toda la vida. Nadie puede romper este vínculo. (Cfr. CIC can. 1055).
En lo que se refiere a su esencia, los teólogos hacen distinción entre el casarse y el estar casado. El casarse es el contrato matrimonial y el estar casado es el vínculo matrimonial indisoluble.
El matrimonio posee todos los elementos de un contrato. Los contrayentes que son el hombre y la mujer. El objeto que es la donación recíproca de los cuerpos para llevar una vida marital. El consentimiento que ambos contrayentes expresan. Unos fines que son la ayuda mutua, la procreación y educación de los hijos.
2. Institución
Hemos dicho que Dios instituyó el matrimonio desde un principio. Cristo lo elevó a la dignidad de sacramento a esta institución natural deseada por el Creador. No se conoce el momento preciso en que lo eleva a la dignidad de sacramento, pero se refería a él en su predicación. Jesucristo explica a sus discípulos el origen divino del matrimonio. “No habéis leído, como Él que creó al hombre al principio, lo hizo varón y mujer? Y dijo: por ello dejará a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne”. (Mt. 19, 4-5). Cristo en el inicio de su vida pública realiza su primer milagro – a petición de su Madre – en las Bodas de Caná. (Cfr. Jn. 2, 1-11). Esta presencia de Él en un matrimonio es muy significativa para la Iglesia, pues significa el signo de que – desde ese momento – la presencia de Cristo será eficaz en el matrimonio. Durante su predicación enseñó el sentido original de esta institución. “Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”. (Mt. 19, 6). Para un cristiano la unión entre el matrimonio – como institución natural – y el sacramento es total. Por lo tanto, las leyes que rigen al matrimonio no pueden ser cambiadas arbitrariamente por los hombres.
3. Fines del Matrimonio
Los fines del matrimonio son el amor y la ayuda mutua, la procreación de los hijos y la educación de estos. (Cfr. CIC no. 1055; Familiaris Consortio nos. 18; 28).
El hombre y la mujer se atraen mutuamente, buscando complementarse. Cada uno necesita del otro para llegar al desarrollo pleno – como personas – expresando y viviendo profunda y totalmente su necesidad de amar, de entrega total. Esta necesidad lo lleva a unirse en matrimonio, y así construir una nueva comunidad de fecunda de amor, que implica el compromiso de ayudar al otro en su crecimiento y a alcanzar la salvación. Esta ayuda mutua se debe hacer aportando lo que cada uno tiene y apoyándose el uno al otro. Esto significa que no se debe de imponer el criterio o la manera de ser al otro, que no surjan conflictos por no tener los mismos objetivos en un momento dado. Cada uno se debe aceptar al otro como es y cumplir con las responsabilidades propias de cada quien.
El amor que lleva a un hombre y a una mujer a casarse es un reflejo del amor de Dios y debe de ser fecundo (Cfr. Gaudium et Spes, n. 50)
Cuando hablamos del matrimonio como institución natural, nos damos cuenta que el hombre o la mujer son seres sexuados, lo que implica una atracción a unirse en cuerpo y alma. A esta unión la llamamos “acto conyugal”. Este acto es el que hace posible la continuación de la especie humana. Entonces, podemos deducir que el hombre y la mujer están llamados a dar vida a nuevos seres humanos, que deben desarrollarse en el seno de una familia que tiene su origen en el matrimonio. Esto es algo que la pareja debe aceptar desde el momento que decidieron casarse. Cuando uno escoge un trabajo – sin ser obligado a ello – tiene el compromiso de cumplir con él. Lo mismo pasa en el matrimonio, cuando la pareja – libremente – elige casarse, se compromete a cumplir con todas las obligaciones que este conlleva. No solamente se cumple teniendo hijos, sino que hay que educarlos con responsabilidad.
La maternidad y la paternidad responsable son obligación del matrimonio.
Es derecho –únicamente – de los esposos decidir el número de hijos que van a procrear. No se puede olvidar que la paternidad y la maternidad es un don de Dios conferido para colaborar con Él en la obra creadora y redentora. Por ello, antes de tomar la decisión sobre el número de hijos a tener, hay que ponerse en presencia de Dios –haciendo oración – con una actitud de disponibilidad y con toda honestidad tomar la decisión de cuántos tener y cómo educarlos. La procreación es un don supremo de la vida de una persona, cerrarse a ella implica cerrarse al amor, a un bien. Cada hijo es una bendición, por lo tanto se deben de aceptar con amor.
¿Dónde solicitar el sacramento del Matrimonio?
LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO DEBE SOLICITARSE EN EL DESPACHO PARROQUIAL O POR TELÉFONO CON ANTICIPACIÓN SUFICIENTE PARA LA PREPARACIÓN DE LA CEREMONIA Tel. 633 42 84 48 – 968 670 440
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Benedicto XVI habla sobre el matrimonio y la familia
«La cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta»
El Santo Padre Benedicto XVI pronunció el 6 de Junio de 2005 un importante discurso sobre el matrimonio y la familia con ocasión de la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma.
Destacamos aquí algunas de las ideas más significativas de ese discurso para facilitar que se conozca en profundidad lo que el Papa nos dice sobre el matrimonio y sobre la familia, instituciones esenciales para cada persona, para la entera sociedad humana y también para la edificación de la Iglesia.
Esta realidad humana fundamental (la familia) se ve sometida hoy a múltiples dificultades y amenazas, y por eso tiene especial necesidad de ser evangelizada y sostenida.
Las familias cristianas constituyen un recurso decisivo para la educación en la fe, para la edificación de la Iglesia como comunión y (por) su capacidad de presencia misionera en las situaciones más diversas de la vida, así como para ser levadura, en sentido cristiano, en la cultura generalizada y en las estructuras sociales.
Para poder comprender la misión de la familia en la comunidad cristiana y sus tareas de formación de la persona y transmisión de la fe, hemos de partir siempre del significado que el matrimonio y la familia tienen en el plan de Dios, creador y salvador.
El matrimonio y la familia no son, en realidad, una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Al contrario, la cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta.
No se puede separar de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿qué es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? y ¿quién es Dios?, ¿cuál es verdaderamente su rostro?.
El hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama.
El hombre es alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo vivificado por un espíritu inmortal. El cuerpo del hombre y de la mujer tiene, por decirlo así, un carácter teológico.
La sexualidad humana no es algo añadido a nuestro ser persona, sino que pertenece a él. Sólo cuando la sexualidad se ha integrado en la persona, logra dar un sentido a sí misma.
La totalidad del hombre incluye la dimensión del tiempo, y el «sí» del hombre implica trascender el momento presente: en su totalidad, el «sí» significa «siempre», constituye el espacio de la fidelidad.
La libertad del «sí» es libertad capaz de asumir algo definitivo. Así, la mayor expresión de la libertad no es la búsqueda del placer, la auténtica expresión de la libertad es la capacidad de optar por un don definitivo, en el que la libertad, dándose, se vuelve a encontrar plenamente a sí misma.
El «sí» personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida.
El matrimonio como institución no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una forma impuesta desde fuera en la realidad más privada de la vida, sino una exigencia intrínseca del pacto del amor conyugal y de la profundidad de la persona humana.
En cambio, las diversas formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres y el «matrimonio a prueba», hasta el pseudo-matrimonio entre personas del mismo sexo, son expresiones de una libertad anárquica, que se quiere presentar erróneamente como verdadera liberación del hombre.
Esa pseudo-libertad se funda en una trivialización del cuerpo, que inevitablemente incluye la trivialización del hombre. Se basa en el supuesto de que el hombre puede hacer de sí mismo lo que quiera- El libertarismo, que se quiere hacer pasar como descubrimiento del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el cuerpo, situándolo (por decirlo así) fuera del auténtico ser y de la auténtica dignidad de la persona.
La unión de Dios con el hombre asumió su forma suprema, irreversible y definitiva (en Cristo). Y así se traza también para el amor humano su forma definitiva, el «sí» recíproco, que no puede revocarse: no aliena al hombre, sino que lo libera de las alienaciones de la historia, para llevarlo de nuevo a la verdad de la creación.
El valor de sacramento que el matrimonio asume en Cristo significa, por tanto, que el don de la creación fue elevado a gracia de redención. Del mismo modo que la encarnación del Hijo de Dios revela su verdadero significado en la cruz, así el amor humano auténtico es donación de sí y no puede existir si quiere liberarse de la cruz.
El envilecimiento del amor humano, la supresión de la auténtica capacidad de amar se revela, en nuestro tiempo, como el arma más adecuada y eficaz para separar a Dios del hombre, para alejar a Dios de la mirada y del corazón del hombre.
La voluntad de «liberar» de Dios a la naturaleza lleva a perder de vista la realidad misma de la naturaleza, incluida la naturaleza del hombre, reduciéndola a un conjunto de funciones, de las que se puede disponer a capricho para construir un presunto mundo mejor y una presunta humanidad más feliz; en cambio, se destruye el plan del Creador y, en consecuencia, la verdad de nuestra naturaleza.
En el hombre y en la mujer, la paternidad y la maternidad, como el cuerpo y como el amor, no se pueden reducir a lo biológico: la vida sólo se da enteramente cuando juntamente con el nacimiento se dan también el amor y el sentido que permiten decir sí a esta vida. Precisamente esto muestra claramente cuán contrario al amor humano, a la vocación profunda del hombre y de la mujer, es cerrar sistemáticamente la propia unión al don de la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que nace.
La edificación de cada familia cristiana se sitúa en el contexto de la familia más amplia, que es la Iglesia, la cual la sostiene y la lleva consigo, y garantiza que existe el sentido y que también en el futuro estará en ella el «sí» del Creador. Y, de forma recíproca, la Iglesia es edificada por las familias, «pequeñas Iglesias domésticas», como las llamó el concilio Vaticano II, utilizando una antigua expresión patrística.
En la obra educativa, y especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado, es central en concreto la figura del testigo: se transforma en punto de referencia precisamente porque sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida, está personalmente comprometido con la verdad que propone. El testigo, por otra parte, no remite nunca a sí mismo, sino a algo, o mejor, a Alguien más grande que él, a quien ha encontrado y cuya bondad, digna de confianza, ha experimentado. Así, para todo educador y testigo, el modelo insuperable es Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba como el Padre le había enseñado.
La Familia de Nazaret ha de ser para nuestras familias y para nuestras comunidades objeto de oración constante y confiada, además de modelo de vida.
En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, es evidente que no sólo debemos tratar de superar el relativismo en nuestro trabajo de formación de las personas; también estamos llamados a contrarrestar su predominio destructor en la sociedad y en la cultura. Por eso, además de la palabra de la Iglesia, es muy importante el testimonio y el compromiso público de las familias cristianas, especialmente para reafirmar la intangibilidad de la vida humana desde la concepción hasta su término natural, el valor único e insustituible de la familia fundada en el matrimonio, y la necesidad de medidas legislativas y administrativas que sostengan a las familias en la tarea de engendrar y educar a los hijos, tarea esencial para nuestro futuro común».
Catequesis sobre la belleza inherente del sacramento del matrimonio
NATURALEZA Y FINES DEL MATRIMONIO
Desde el inicio de los tiempos, cuando Dios creó a la primera pareja, les dio un ordenamiento que hizo de su unión, el matrimonio, una institución natural dotada de vínculo permanente y exclusivo, de modo que ya no son dos sino una sola carne, sin que nadie en la tierra pueda separar lo que el mismo Dios ha unido (Mateo 19, 6). Esta inseparable comunidad de vida a la que Dios les destina, se basa en la entrega personal del uno al otro, y encuentra su consumación sensible en la unión de los cuerpos.
El Libro del Génesis enseña que Dios creó a la persona humana varón y mujer, con el encargo de procrear y de multiplicarse. Es entonces cuando instituye Dios el matrimonio y lo hace (de modo principal) para poblar la tierra y para que hombre y mujer se ayuden y sostengan mutuamente.
Para los bautizados el matrimonio es, además de una institución natural, un sacramento que significa la unión de Cristo con la Iglesia, ya que tiene que ser manifestación del amor de Cristo a su Iglesia, que le hizo entregarse en la Cruz para santificarla y tenerla para sí gloriosa, sin mancha ni arruga, santa e inmaculada (Efesios 5, 25-27). En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer milagro -a petición de su Madre- con ocasión de un banquete de bodas en Caná. La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná porque ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante será un signo eficaz de la presencia de Cristo, un sacramento.
El Matrimonio en su definición real, es la unión marital de un hombre y una mujer, entre personas legítimas, para formar una comunidad indivisa de vida.
En primer término, el fin del matrimonio es la procreación y educación de los hijos, y en segundo lugar, la ayuda mutua entre los esposos y su propio perfeccionamiento. El amor matrimonial tiene que ser reflejo del amor creador de Dios y por tanto fecundo.
EL MATRIMONIO COMO SACRAMENTO Y CAMINO DE SANTIDAD
El matrimonio es verdadero sacramento pues en él se dan:
a) el signo sensible, que es el contrato matrimonial
b) la producción de la gracia, tanto santificante como la sacramental específica.
c) la institución del sacramento por Cristo.
Por tratarse de un sacramento, sólo a la Iglesia corresponde juzgar y determinar todo aquello que se refiere a la esencia del matrimonio cristiano, no al estado. La razón es que, el contrato matrimonial entre los cristianos es inseparable del sacramento, y sólo la Iglesia tiene poder sobre los sacramentos. El poder civil tiene competencia sólo sobre los efectos meramente civiles del matrimonio canónico de los cristianos, entre los que se encuentran la unión o separación de bienes, su administración y su sucesión, la herencia que corresponde al cónyuge y a los hijos, etc.
Si Cristo elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento, podemos afirmar que es también una vocación cristiana y, para los esposos, camino de santidad. En el seno de la familia, los padres han de ayudarse mutuamente a crecer en la virtud y la vida espiritual y han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación de cada uno. El hogar es así la primera escuela de vida cristiana. Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de su vida.
EL SIGNO EXTERNO DEL SACRAMENTO
El legítimo contrato matrimonial es, a la vez, la materia y la forma del sacramento del matrimonio, puesto que, en el momento mismo en que se establece este contrato entre los bautizados, se produce el sacramento sin que sea necesaria ninguna otra condición. La materia remota son las personas mismas de los contrayentes. La materia próxima son los signos o palabras con que se manifiestan esa entrega. La forma es la aceptación mutua de la entrega, manifestada externamente.
EFECTOS DEL SACRAMENTO
El efecto propio del matrimonio, en cuanto institución natural, es el vínculo entre los cónyuges, con sus propiedades esenciales de unidad e indisolubilidad. Para los cristianos, además, el sacramento del matrimonio produce efectos sobrenaturales:
a) aumento de gracia santificante
b) la gracia sacramental específica, que consiste en el derecho a recibir en el futuro las gracias actuales necesarias para cumplir debidamente los fines del matrimonio.
MINISTRO Y SUJETO DEL MATRIMONIO
Los mismos contrayentes son los ministros del sacramento del matrimonio. La presencia del sacerdote es necesaria sólo a partir del Concilio de Trento, en que se estableció como norma para evitar los desórdenes que suponían los matrimonios ocultos que, sin embargo, eran matrimonios válidos.
Los sujetos de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados con uso de razón que no tengan ningún impedimento, es decir que sean libres para contraer matrimonio. «Ser libre» quiere decir:
– no obrar por coacción.
– no estar impedido por: edad (la edad mínima para poderse casar es de 14 años en la mujer y 16 en el varón), impotencia, tener ya otro vínculo matrimonial, ordenación sacerdotal o profesión de votos religiosos, rapto, parentesco.
Como es un sacramento de vivos, hace falta estar en gracia para recibirlo sin cometer un pecado grave.
PROPIEDADES DEL MATRIMONIO
Unidad
Desde el principio sancionó Dios la unidad de la institución matrimonial: “…dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán los dos a ser una sola carne” (Génesis 2, 24). El hecho de formar “una sola carne” hace de este vínculo una realidad exclusiva: de uno con una.
Indisolubilidad
“Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Mateo 19, 6). El vínculo matrimonial es, pues, por institución divina, perpetuo e indisoluble: una vez contraído no puede romperse sino con la muerte de uno de los cónyuges (1 Cor 7, 39; 1 Tim 5, 14). Es obligación de quienes contraen matrimonio hacer juntos vida conyugal, lo que implica comunidad de lecho y de casa, pues es necesaria para alcanzar los fines del matrimonio.
Existen sin embargo, situaciones en las que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones diversas (p. ej., infidelidad matrimonial, grave daño físico o espiritual, etc.). En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación.
Puede también darse el caso de que, por mutuo consentimiento de los esposos se dé la separación del lecho, ya sea temporal o perpetua, porque haya razones que lo aconsejen, por ejemplo, una enfermedad grave contagiosa, demencia agresiva, etc.
Para la separación se requiere previamente el permiso del Obispo. (Es separación física no divorcio).
OBLIGACIONES DEL MATRIMONIO
El acto conyugal es lícito e incluso meritorio, siempre que se realice en conformidad con los fines del matrimonio. El acto conyugal debe quedar siempre abierto a la generación de una nueva vida aunque en muchas ocasiones, por causas involuntarias, la concepción no se produzca. El acto conyugal también es lícito cuando sirve al bien espiritual de los esposos siempre que permanezca abierto a la nueva vida.
Es ilícita toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación. Por tanto, la doctrina sobre la intrínseca malicia de los medios anticonceptivos es irreformable, por tratarse de una doctrina constante del Magisterio ordinario de la Iglesia, fundamentada en la ley natural.
La continencia periódica es la limitación del acto conyugal a los días de esterilidad natural en la mujer. La Iglesia la permite cuando hay razones que lo justifiquen, de salud física o mental, de índole económica, puede ser una manera legítima de regular la natalidad y distanciar los embarazos.
EL MATRIMONIO Y EL DIVORCIO CIVIL
El matrimonio civil es el contrato marital realizado ante el juez civil. El matrimonio civil entre cristianos no es reconocido por la Iglesia como verdadero matrimonio. Entre cristianos se tiene, por tanto por un mero concubinato público y lleva consigo todas las penas propias del concubinato (cfr. 6º Mandamiento).
El divorcio civil es la disolución del vínculo matrimonial pronunciada por la autoridad civil. Dada la indisolubilidad del matrimonio, el divorcio atenta no sólo contra el matrimonio considerado como sacramento, sino también contra el mismo matrimonio tal como fue querido por Dios como institución natural, antes de su elevación a la dignidad de sacramento.
Divorciados que se han vuelto a casar
Son cada vez más numerosos los casos de personas católicas que viven en una situación matrimonial irregular. En especial, va siendo más frecuente el caso de los que, habiéndose divorciado, contraen civilmente un nuevo matrimonio. Algunos de estos católicos, con el paso del tiempo, y permaneciendo en su irregular situación, se replantean su vida cristiana y desean recibir los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.
La doctrina de la Iglesia es clara al respecto:
Para recibir válidamente el sacramento de la Penitencia es necesaria, además de la confesión de los pecados y de la satisfacción, la contrición, que incluye el propósito de enmienda. Por tanto, quien no tiene propósito de la enmienda, no puede recibir válidamente la absolución sacramental. Para recibir la Eucaristía, es necesario el estado de gracia.
Si el primer matrimonio ha sido válido y viven los cónyuges, no es posible legitimar la segunda unión civil de uno de los esposos, celebrando el matrimonio canónico. Por tanto, no es legítima la unión matrimonial pues constituye un adulterio, y en consecuencia, para que un católico en esas circunstancias reciba la absolución sacramental, es condición indispensable el propósito de no volver a cometer ese adulterio. Esto supone el abandono de la vida en común bajo el mismo techo, o bien –ya sea por la edad avanzada de los interesados o por la presencia de hijos necesitados- el seguir viviendo en la misma casa como hermanos.
Al mismo tiempo, no debe olvidarse que hay obligación de ayudar a los divorciados con gran caridad, para que no se consideren separados de la Iglesia y participen de su vida. Pueden, p. ej., escuchar la Palabra de Dios, ir a Misa, hacer obras de caridad y de penitencia, etc.
Separados y divorciados no casados de nuevo
Es el caso de los cónyuges que, estando divorciados, saben bien que no pueden volver a contraer matrimonio porque el vínculo matrimonial es indisoluble. Salvo el caso de quien solicitó y obtuvo el divorcio civil injustamente –y que, por tanto, debe arrepentirse con sinceridad-, en estas circunstancias no hay inconveniente en que reciban los sacramentos. Muchos de estos casos pueden ser ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana.
Uniones libres
Se trata de personas que llevan vida matrimonial sin que exista entre ellos ningún vínculo, ni civil ni religioso. Mientras permanezcan en esta situación, no pueden recibir los sacramentos, por estar en estado habitual de pecado grave. Habría que ayudarles a madurar espiritualmente, haciéndoles comprender la riqueza humana y sobrenatural del sacramento del matrimonio.
Católicos casados sólo civilmente
También se da el caso de católicos que por diversos motivos prefieren contraer sólo el matrimonio civil, rechazando o difiriendo el religioso. Sin embargo, no es una situación aceptable para la Iglesia y por eso tampoco pueden recibir los sacramentos. Habrá que hacerles ver la necesidad de una coherencia entre su fe y su estado de vida, intentando convencerlos de regular su situación a la luz de los principios cristianos.
El matrimonio en San Pablo
Las enseñanzas de San Pablo sobre la pureza de corazón (4. II.81)
1. En nuestras consideraciones del miércoles pasado sobre la pureza, según la enseñanza de San Pablo, hemos llamado la atención sobre el texto de la primera Carta a los Corintios. El Apóstol presenta allí a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, y esto le ofrece la oportunidad de hacer el siguiente razonamiento acerca del cuerpo humano: . Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno de ellos como ha querido. Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen más d débiles son los más necesarios; y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos con mayor decencia, mientras que los que de suyo son decentes no necesitan de más. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros’ (1 Cor 12, 18. 2225).
2. La ‘descripción’ paulina del cuerpo humano corresponde a la realidad que lo constituye: se trata, pues, de una descripción ‘realista’. En el realismo de esta descripción se entreteje, al mismo tiempo, un sutilísimo hilo devaluación que le confiere un valor profundamente evangélico, cristiano. Ciertamente, es posible ‘describir’ el cuerpo humano, expresar su verdad con la objetividad propia de las ciencias naturales; pero dicha descripción con toda su precisión no puede ser adecuada (esto es, conmensurable con su objeto), dado que no se trata sólo del cuerpo (entendido como organismo, en el sentido ‘somático’), sino del hombre, que se expresa a sí’ mismo por medio de ese cuerpo, y en este sentido ‘es’, diría, ese cuerpo. Así, pues, ese hilo de valoración, teniendo en cuenta que se trata del hombre como persona, es indispensable al describir el cuerpo humano. Además, queda dicho cuán justa es esta valoración. Esta es una de las tareas y de los temas perennes de toda la cultura: de la literatura, escultura, pintura e incluso de la danza, de las obras teatrales y, finalmente, de la cultura, de la vida cotidiana, privada o social. Tema que merecería la pena de ser tratado separadamente.
3. La descripción paulina de la primera Carta a los Corintios (12, 1825) no tiene, ciertamente, un significado ‘científico’: no presenta un estudio biológico sobre el organismo humano, o bien sobre la ‘somática’ humana; desde este punto de vista, es una simple descripción ‘precientífica’, por lo demás concisa, hecha apenas con unas pocas frases. Tiene todas las características del realismo común y es, sin duda, suficientemente ‘realista’. Sin embargo, lo que determina su carácter específico, lo que de modo particular justifica su presencia en la Sagrada Escritura, es precisamente esa valoración entretejida en la descripción y expresada en su misma trama ‘narrativo realista’. Se puede decir con certeza que esta descripción no sería posible sin toda la verdad de la creación y también sin toda la verdad de la ‘redención del cuerpo’ que Pablo profesa y proclama. Se puede afirmar también que la descripción paulina del cuerpo corresponde precisamente a la actitud espiritual de ‘respeto’ hacia el cuerpo humano, debido a la ‘santidad’ (Cfr. 1 Tes 4, 35. 78) que surge de los misterios de la creación y de la redención. La descripción paulina está igualmente lejana tanto del desprecio maniqueo del cuerpo como de las varias manifestaciones de un ‘culto del cuerpo’ naturalista.
4. El autor de la primera Carta a los Corintios (12, 1825) tiene ante los ojos el cuerpo humano en toda su verdad; por tanto, al cuerpo, impregnado ante todo (si así se puede decir) por la realidad entera de la persona y de su dignidad. Es, al mismo tiempo, el cuerpo del hombre ‘histórico’, varón y mujer, esto es, de ese hombre que, después del pecado, fue concebido, por decirlo así, dentro y por la realidad del hombre que había tenido la experiencia de la inocencia originaria. En las expresiones de Pablo acerca de los ‘miembros menos decentes’ del cuerpo humano, como también acerca de aquellos que ‘parecen más d débiles’, o bien acerca de los ‘que tenemos por más viles’, nos parece encontrar el testimonio de la misteriosa vergüenza que experimentaron los primeros seres humanos, varón y mujer, después del pecado original. Esta vergüenza quedó impresa, en ellos y en todas las generaciones del hombre ‘histórico’, como fruto de la triple concupiscencia (con referencia especial a la concupiscencia de la carne). Y, al mismo tiempo, en esta vergüenza como ya se puso de relieve en los análisis precedentes quedó impreso un cierto ‘eco’ de la misma inocencia originaria del hombre: como un ‘negativo’ de la imagen’, cuyo ‘positivo’ había sido precisamente la inocencia originaria.
5. La ‘descripción’ paulina del cuerpo humano parece confirmar perfectamente nuestros análisis anteriores. Están en el cuerpo humano los ‘miembros menos decentes’ no a causa de su naturaleza ‘somática’ (ya que una descripción científica y fisiológica trata a todos los miembros y a los órganos del cuerpo humano de modo ‘neutral’, con la misma objetividad), sino sola y exclusivamente porque en el hombre mismo existe esa vergüenza que hace ‘ver’ a algunos miembros del cuerpo como ‘menos decentes’ y lleva a considerarlos como tales. La misma vergüenza parece, a la vez, constituir la base de lo que escribe el Apóstol en la primera Carta a los Corintios: ‘A los que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos con mayor decencia’ (1 Cor 12, 23). Así, pues, se puede decir que de la vergüenza nace precisamente el ‘respeto’ por el propio cuerpo: respeto, cuyo mantenimiento pide Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 4). Precisamente este mantenimiento del cuerpo ‘en santidad y respeto’ se considera como esencial para la virtud de la pureza.
6. Volviendo todavía a la ‘descripción’ paulina del cuerpo en la primera Carta a los Corintios (12, 1825), queremos llamar la atención sobre el hecho de que, según el autor de la Carta, ese esfuerzo particular que tiende a respetar el cuerpo humano, y especialmente a sus miembros más ‘débiles’ o ‘menos decentes’, corresponde al designio originario del Creador, o sea, a esa visión de la que habla el libro del Génesis: ‘Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho’ (Gen 1, 31). Pablo escribe: ‘Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros’ (1 Cor 12, 24-25). La ‘escisión en el cuerpo’, cuyo resultado es que algunos miembros son considerados ‘más d débiles’, ‘más viles’, por tanto, ‘menos decentes’, es una expresión ulterior de la visión del estado interior del hombre después del pecado original, esto es, del hombre ‘histórico’. El hombre de la inocencia originaria, varón y mujer, de quienes leemos en el Génesis (2, 25) que ‘estaban desnudos. sin avergonzarse de ello’, tampoco experimentaba esa’ desunión en el cuerpo’. A la armonía objetiva, con la que el Creador ha dotado al cuerpo y que Pablo llama cuidado recíproco de los diversos miembros (Cfr. 1 Cor 12, 25), correspondía una armonía análoga en el interior del hombre: la armonía del ‘corazón’. Esta armonía, o sea, precisamente la ‘pureza de corazón’, permitía al hombre y a la mujer, en el estado de la inocencia originaria, experimentar sencillamente (y de un modo que originariamente hacía felices a los dos) la fuerza unitiva de sus cuerpos, que era, por decirlo así, el substrato ‘insospechable’ de su unión personal o communio personarum.
7. Como se ve, el Apóstol, en la primera Carta a los Corintios (12, 182 5), vincula su descripción del cuerpo humano al estado del hombre ‘histórico’. En los umbrales de la historia de este hombre está la experiencia de la vergüenza ligada con la ‘de desunión en el cuerpo’, con el sentido del pudor por ese cuerpo (y especialmente por esos miembros que somáticamente determinan la masculinidad y la feminidad). Sin embargo, en la misma ‘descripción’ Pablo indica también el camino que (precisamente basándose en el sentido desvergüenza) lleva a la transformación de este estado hasta la victoria gradual sobre esa ‘de desunión en el cuerpo’ victoria que puede y debe realizarse en el corazón del hombre. Este es precisamente el camino de la pureza, o sea, ‘mantener el propio cuerpo en santidad y respeto’. Al ‘respeto’ del que trata en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 35), Pablo se remite de nuevo, en la primera Carta a los Corintios (12, 18-25), al usar algunas locuciones equivalentes, cuando habla del ‘respeto’, o sea, de la estima hacia los miembros ‘más viles’, ‘más débiles’ del cuerpo, y cuando recomienda mayor ‘decencia’ con relación a lo que en el hombre es considerado ‘menos decente’. Estas locuciones caracterizan más de cerca ese ‘respeto’, sobre todo, en el ámbito de las relaciones y comportamientos humanos en lo que se refiere al cuerpo; lo cual es importante tanto respecto al ‘propio’ cuerpo como evidentemente también en las relaciones recíprocas (especialmente entre el hombre y la mujer, aunque no se limitan a ellas).
No tenemos duda alguna de que la ‘descripción’ del cuerpo humano en la primera Carta a los Corintios tiene un significado fundamental para el conjunto de la doctrina paulina sobre la pureza.
Las bodas de Caná – Paolo Veronés – Óleo –
1562 – Museo del Prado